Recibí hace ya varias semanas el encargo de publicitar mi ideal de belleza: mis cinco ideales, más bien. No he pensado mucho en ello. He desconfiado siempre de los patrones de nada, y he amado como nadie la vulgaridad insípida de las bellezas marchitas que languidecen en las colas de los supermercados, absortas en aquello que el futuro les prometió: me descubro a veces como el íntimo poeta de su decadencia, dulce testigo de su implacable estertor y de sus oropeles perdidos en algún momento de la gran fiesta. Por lo demás, me entusiasman ciertos rostros de geometría exacta, normalmente de labios circulares y carnosos, de mejillas anchas y cejas largas y oscuras. Los encuentro normalmente en muchachas de diecinueve años, y cuando doy con alguno se desata una pequeña euforia en mi interior que lamento no compartir con nadie, recogiéndome entre el dolor y la nostalgia. Sé que tras los años impulsivos muchas de ellas darán gracias a Dios por su primer trabajo y tratarán de prolongar la belleza de su juventud sin excesivos traumas, mirando aquí y allá, asumiendo con resignación la suave caída de los años y la lenta separación de algunas amistades, con las que se aleja el tiempo que ellas recordarán años después como el más feliz y el más incierto. Manhattan acoge uno de esos ejemplares violentados por el amor y a los que la vida ni siquiera les da la oportunidad, en su ingenuidad, de ser cínicas y despiadadas: esa romántica desdicha teñida de egoísmo. Si tuve algún ideal, probablemente haya sido la adolescente que interpreta Mariel Hemingway. También su rostro había de ser tiernamente descuidado por los años, y en su sangre viajan los ténebres fastos a los que dedican su vejez muchos Hemingways, pero allí estaba el encanto de lo efímero retratado en blanco y negro bajo la angustia de aquella ciudad que Woody Allen describió, mirándose adentro con generosidad, como “dura y romántica”. Suelo recordar la voz de esa chica, las maletas a los pies en un portal, despidiéndose de su primer amor: “Tienes que tener más fe en la gente” o algo parecido, antes del estallido final de planos de Manhattan que devoran el desconcierto y la resignación del rostro de Allen, perplejo por la madurez de tan desgarbada y triste belleza.
martes, diciembre 18
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6 comentarios:
Siempre me pareció que en esa escena final el personaje de Woody Allen era un perfecto imbécil, maleducado y egoísta ("No te vayas a Londres"). En italiano está gracioso.
Para mi gusto el rostro de Mariel es demasiado gatuno o felino. Además, me recuerda a la profe americana que me enseñaba inglés de pequeño... No me acaba de convencer.
A ti gustante as jordiñas...ou non??
Biquiños
Particularmente las prefiero un poco más saludables. Las anoréxicas me dan repelús. Todos esos huesos y esa cara de cadaver... ¿Qué les ven?
¡LAS VOCES! Se os olvidan las voces. La chica esta tampoco me entusiasmo nunca, pero su voz en esta película, ay, esa voz. Su voz original,claro. Algunas voces despiertan al "ave" carroñera que llevamos dentro, y la de la Hemingway era una de ellas.
Aquí:
http://www.youtube.com/
watch?v=N_dj8LUKSQQ&feature=related
A ti lo que te pasaba, Jabois, es que querías emparentarte inconscientemente con el padre, aunque estuviera ya muerto.
Saúdos.
Estoy recuperando el tiempo leyéndoos a varios, tras unos días sin conectarme mucho.
Manuel, sinceramente te digo que cada día me gusta más cómo escribes. Creo que éste, como otros posts que estoy leyendo hoy, es una maravilla. Eso de que están en la cola del supermercado absortas en lo que el futuro les prometió me parece brillante, magnífico.
Sigo...
Un abrazo.
Podría estar escuchando a Mariel Hemingway en ese portal toda mi vida y no tendría la sensación de haber tirado ni un segundo de mis años.
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