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domingo, octubre 1

Aarón

"Muere de hambre un niño de dos años en Galicia"
Al principio el hambre es sutil, como la tristeza. Luego lo devora todo, incluida el alma, y a la muerte apenas le quedan los huesos y las moscas. Lo peor del hambre es el olor que trae y que lleva con ella. Se pudren los dientes, aparecen llagas en las encías y la boca comienza a apestar así pasen los días y las semanas. El hambre es una depurada forma de tortura y el infame pecado original con el que cargan los países ricos. En el interior seco y árido de Etiopía, alrededor de vacas flacas y de chozas de adobe, corren los niños descalzos con la cabeza pelada y una ilusión en forma de sonrisa cuando llega el hombre blanco. Pero al acercarse a ellos no te puede la ternura ni la alegría, sino el olor de sus esqueletos y la oscura peste que expulsan por su boca de dientes carcomidos. Hay zonas el mundo donde la escasez de alimentos provoca la teoría de la involución: si no se necesitan dientes, las generaciones posteriores podrían nacer ya sin ellos. Y, sin embargo, nada se le pedía allí al opulento. Las moscas ya rodeaban a varios niños, y en ciertos lugares las moscas dejan de ser insectos para convertirse en el presagio de un destino: estaban condenados. En las afueras de Zanzíbar, al paso de un coche de blancos corren alrededor decenas de niños pidiendo caramelos que se van tirando alrededor, como en una graciosa cabalgata de Reyes. Una tarde de verano hubo un gran tumulto a causa de las golosinas, y una vieja salió de su casa con un palo y recompuso el orden entre el llanto de los pequeños. El hambre de un niño no siempre es el espanto: si se coge a tiempo le espolea el ingenio y el descaro. Lo grave es el hambre del adulto, sacudido por la deshonra de la vergüenza y hundido en la desesperación de una pobreza sin fuerza y sin futuro.

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