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jueves, octubre 5

Carrascal

José María Carrascal estuvo el martes en Pontevedra para abrir el ciclo de Caixanova sobre periodismo del siglo XXI (la próxima cita, el día 23 con Rosa María Mateo). Antes de la conferencia tuvo Carrascal un encuentro con los periodistas: de colega a colegas. Dijo dos cosas muy sencillas que lo resumen en breves trazos. Empezó a trabajar en el periodismo en 1957, cuando los padres de algunos de los periodistas allí presentes no habían nacido. Y dijo reconocerse un “antiguo”. “Lo soy, lo soy”, barruntó elevando las cejas. Hubo una época en la que Carrascal no marcó un estilo: lo dictó. Eran los tiempos del telediario de autor, que una cadena potente sólo podía permitirse en horarios poco exigentes: en el caso de Carrascal, de madrugada. Echó mano el periodista de un camión de corbatas y exhibió un estilo marcado por una voz privilegiada que punteaba Carrascal con una entonación que le quedaba como un guante. Era por momentos un abuelo tranquilo y, por otros, un furioso crítico: pero un furioso con sonrisa. En la conferencia de prensa reconoció su libertad absoluta a la hora de confeccionar el telediario: dejaba para el final hasta dos piezas de Cultura, y no se molestaba en pasarle a la dirección ni siquiera la escaleta. Ya en la charla, lo presenté al público como el rostro que se presentaba solo. Apenas dije algo más, salvo que el éxito en España se mide por el número y la calidad de las imitaciones, y que allí estaba él, imitándose a cada paso. Habló sobre la jubilación, dio varios mandamientos a su audiencia, compuesta en su mayoría por jubilados. “No hay que volver nunca al lugar del trabajo: nunca. El primer día, todo son saludos efusivos. El segundo, te tienen que dejar un momento para mandar un fax. Y el tercero, están diciendo a tus espaldas: ‘aquí viene este pesado’”. Enfatizó Carrascal la importancia de mantenerse en forma. Él es un ejemplo. Se presentó enjuto, bronceado y atractivo. A una periodista le recordó, a la hora de hablar y moverse, a Arturo Fernández. Se cuida mucho: citó el refrán aprendido en Alemania (junto a Estados Unidos, los países en los que ha trabajado) que ordena desayunar como un marqués, comer como un señor y cenar como un pobre. Él se come un yogur antes de acostarse. Tiene 76 años. En la charla habló de dos clases de jubilados: los que han tenido trabajos físicos duros (“me dan la mano después de la conferencia, noto los callos de sus manos y me dicen que ésta es la mejor época de sus vidas”) y los que han tenido grandes puestos de responsabilidad (“el otro día me encontré en la panadería a a un amigo digustadísimo. ‘No aguanto más. Yo soy un general y ahora mi mujer me manda a comprar el pan’”). Hubo una época en la que compraba decenas de corbatas en una tienda de Nueva York. Ahora sólo diez o doce al año. Guarda algo más de trescientas. Muchas las regala. Un adjetivo que le viene bien es el de entrañable: no por la edad, sino por el trato. Le esperaba un avión esa noche y no pudo quedarse a cenar: fue una pena. Cuando se fue, muchos reprimimos las ganas de imitarlo. Qué hombre.

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