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lunes, octubre 30

Scarface

Salió la semana pasada el videojuego de Scarface, la brutal revisión que Brian de Palma hizo de aquella otra película de los años treinta sobre el crimen organizado. Los videojuegos están entrando poco a poco en los clásicos con desigual éxito. En el caso de Scarface, todo lo que le rodea huele a triunfo. El guionista ha dispuesto que Tony Montana / Al Pacino sobreviva al asalto de su palacio y empiece de nuevo con su imperio hecho añicos: la venganza es el motor más poderoso de la ambición. Además, han cuidado todos los detalles: la presentación pública en España del videojuego tuvo lugar en Marbella. Probablemente no haya en el mundo escenario mejor para recrear las andanzas de un moderno Montana: la cocaína de ayer sigue siendo la cocaína de hoy, y también el ladrillo. A todos los especuladores, como a los narcotraficantes, les derrota su propia ambición: los termina devorando como un Saturno devorando a sus hijos. Y lucen públicamente sin excesivos problemas su cutrerío estético, sus muchachas doradas y aburridas, su ampulosidad textil, un inacabable fajo de billetes gordos en los bolsillos y las maneras de un gorila de discoteca saturado de pastillas.
Scarface fue una película rodada por Howard Hawks a principios de los años treinta con un subtítulo sugerente: el terror del hampa. Se retrataba en la película a un clásico: Alfonso Capone, que compartía con el protagonista las maneras, la cicatriz y el apodo de Cara Cortada (Scarface). Décadas después Brian de Palma actualizó la historia, con la que sin embargo comparte rasgos esenciales, como la turbación del protagonista con su hermana y el fatalismo que envuelve a su mejor amigo (fatalismo del que se hizo eco recientemente Fernando Meirelles en el ascenso criminal del protagonista de Cidade de Deus). Quien guste de Pacino encontará en la película el gran homenaje que se da el actor a sí mismo y a sus fans: sobreactuado, excesivo, exagerado y desbordante. Montana llegó a Florida procedente de una cárcel de Castro y se abrió paso en el tráfico de la cocaína siendo fiel a unos valores muy sui generis y apoyado en una violencia sin restricciones: antológica la secuencia en la que apenas mueve un músculo cuando a su compañero lo van cortando a trozos con una sierra eléctrica para hacerle hablar, y abrasivo su final, en el que casi se da a entender que la saturación de cocaína del protagonista le hace inmune a las balas (“¡querer joderme a mí es querer joder al mejor!”, grita con los brazos en alto mientras una decena de metralletas le van dejando el cuerpo como un colador).
La película se rodó once años después de la segunda parte de El Padrino, donde Pacino bordó una actuación legendaria: el Michael Corleone contenido, soberbio, que maneja con mano de hierro los asuntos de la Familia. Scarface fue un derroche absoluto: el ambiente desatado de aquellos setenta en las discotecas, el vestuario de Montana, la impunidad de los narcos llevando ellos mismos las bolsas de dinero a los bancos, la propia mansión (“The World is yours”) del protagonista, con tigre incluido. Todo muy sangrientamente kitsch, todo muy Marbella: el videojuego, bien mirado, circula on-line desde hace meses en los diarios.

domingo, octubre 29

Opinión

La muerte del periodismo impreso: una profecía recurrente. Steve Ballmer, presidente de Microsoft, se lo dice a Cebrián al oído: quizás dentro de unos veinte años (“Bill le diría diez”). No se preocupen: dentro de quince años dirán exactamente lo mismo. Luis del Val, que no es Steve Ballmer pero usa levita, explicó esta semana en Pontevedra que del periodismo impreso la literatura sobrevivirá refugiada en el periodismo de opinión: en las trincheras de la ardiente metáfora de la actualidad. Que hay periodismo que no necesita estar bien escrito: que la actualidad se esquematiza por la competencia de lo que él llamó la Galaxia Marconi. No diría uno tanto. Tampoco que la mejor literatura se halle sólo en la opinión. ¿Umbral?: la opinión de Umbral es sólo su estilo, que no es poco. La gran literatura periodística, salvo contadas columnas (Vicent, Vázquez Pintor, Alvite, a veces Rivas, algún ingenio de Millás, ninguna de Maruja Torres, ninguna, que alguien se lo diga, de David Gistau) sigue conservándose en los grandes reportajes y en las crónicas de actualidad: Sucesos, Sociedad, Deportes, nunca Política. Continúa habiendo periodistas capaces de describir mil imágenes con una sola palabra: basta crearle el acomodo necesario, el ritmo preciso y la ingeniería literaria suficiente para que la lectura de cualquier crónica se convierta en un fresco inmortal que no destruirá ninguna Galaxia. Dos ejemplos: las páginas de Enric González desde el Vaticano relatando el blanco estertor y muerte agonizante de aquel Papa deshilachado y el recuerdo de los últimos días de Saigón de Leguineche: una crónica en El País de aquel infierno publicada en 2005, quizás la prosa más fulgurante escrita ese año. ¿Leerlo en el ordenador?: quizás la próxima generación, pero ya no ésta.

De bares, a este lado de la barra

Probablemente sea muy difícil encontrar en los últimos seis meses un cortometraje español más premiado que Madres, una de las obras más reconocibles de Mario Iglesias (Pontevedra, 1962). Con la estela de ese último éxito todavía coleando ha estrenado por fin en Valladolid, en el marco de la Semana Internacional de Cine (Seminci), su ópera prima en el género del largometraje: De bares, producido por Matriuska.
Tanto en Madres como ahora, en su primera película, Iglesias disfruta de su particular modo de hacer cine: un breve tratado de naturalidad que aspira a recoger la realidad cotidiana con humildad y un muy inspirado ojo clínico que no juzga, sino muestra. Ha sido un estilo aplaudido en Valladolid, donde hay quien se ha apresurado por inercia a hablar del ‘dogma’ gallego, y ha cosechado un inicio prometedor con los aplausos de un público, el de los festivales, al que nunca se le ha colgado el cartel de fácil.
De la tierra, de la patria, que dirían algunos, hereda Iglesias su sencillo modo de contar, unos personajes a menudo desconcertados, los reconocibles escenarios de Pontevedra (sus calles, sus plazas: su gente) y el inteligente y bravo chisporroteo instalado alrededor de las barras de los bares, desde Joto, el camarero del rincón que sirve como hilo conductor del filme, hasta los deslumbrantes expertos que filosofan de fútbol (“¿Suárez? ¡Bah! Suárez fue a Barcelona y luego subió a vendimiar a Francia”) y de geofísica (“A ver: ¿a cuánto está la línea del horizonte?”).
Arranca De bares con una chica que cree haber enamorado a un tipo, sigue con un hombre que cree ser invisible y acaba con alguien que cree estar vivo. Son parte de un inmenso mural fotógrafico que decora el bar donde un joven espera la salida de su novia del trabajo. Son rostros que cobran vida para hilar un mosaico de pequeñas historias donde se reúne el drama, el patetismo, el humor y una certeza luminosa: la de que todo presente ha tenido un pasado que merece la pena ser contado.
Sobre esa premisa construye Mario Iglesia su historia de historias: su contemporánea colmena urbana de un siglo que despierta bajo las luces de un amanecer extraño. Los reencuentros con el futuro, como la del hijo (“tiene cara de panadero”) que descubre a una madre inesperada, o con el pasado, como el hombre que repara, tantos años después, que su mujer le destrozó la infancia. Las consecuencias de esos relatos: la certeza de que ya nada volverá a ser como antes. El mármol frío de la verdad bajo los pies desnudos del protagonista (Javier Albalá, dulce enamorado) o la demolición en segundos de un corazón ingenuo (Emma Álvarez León, deliciosa canaria) a manos de un casado al que casi le cuesta caro un sencillo juego de miradas (Nancho Novo, seductor, desconcertado y divertido). El hombre que paraba el reloj del mundo para romper a llorar.
Tiene la expresión artística varios vehículos de lucimiento, pero es el que toca la médula de la normalidad el que frecuentemente remueve el espíritu del espectador, por convertirlo a él en protagonista. Mario Iglesias, que cita a Rosellini, sacerdote del neorrealismo, entre sus influencias, tiene en la atmósfera de la calle, en la clientela de los bares, en las horas cotidianas de sus días y sus noches, el mayor asidero de su cine. Embauca con él al espectador de tal forma que ni siquiera la aparición de efectos especiales despierta en éste el menor rasgo de incredulidad: todo puede estar sucediendo en el bar de enfrente. De bares posee un final hermoso y triste, poderoso, a la altura de esta deslumbrante, prometedora primera película.

miércoles, octubre 25

Réquiem por Mitrofan

Una de las primeras veces que salió Fraga a cazar le pegó un perdigonazo en el culo a la hija de Franco. “Siguieron unos minutos indescriptibles”, cuenta el protagonista en su ‘Memoria breve de una vida pública’. Parece ser que el Caudillo y la moza se lo tomaron a bien, y no lo mandaron ejecutar ni nada de eso. Fraga, en el libro, no dice culo, sino una expresión fabulosa: “salva sea la parte”. Lo curioso de esta anécdota es que Carmen Franco estaba al lado de su padre, por lo que el propio Fraga, de haber estado más hábil o más torpe (según se mire) podría haber cambiado la Historia: al final fue la Historia la que le cambió a él. No hace mucho fue Dick Cheney el que tiró de escopeta para mandar a Urgencias a un amigo suyo: le destrozó la mitad del cuerpo, lo que no deja de ser una tontería si lo comparamos con sus oraciones en Irak. La caza, como el toreo, es una afición cruel que a veces se revuelve contra el que la disfruta. Se trata de un exclusivo acto de justicia poética. Y ahora el Rey acaba de cargarse a un oso del que dicen que podría haberse ventilado buena parte de la reserva de Smirnoff de la estepa rusa antes de ponérselo delante de las narices. Lo ha publicado la prensa rusa con grandes caracteres, que son los caracteres propiamente rusos: excesivos, gritones. Los responsables ecológicos de la zona dicen que fue todo una farsa amañada para agradar al Rey, y no se le agrada ya con cualquier cosa: son muchos años siendo vos quien sois y muchos años ya abortando, cada febrero, el golpe de Estado de Tejero, que es de lo que esencialmente vive el Rey.
El animal estaba amaestrado, le sirvieron vodka con miel y lo soltaron por los blancos bosques para que Juan Carlos I lo tumbase: quizás mejor eso que aguantar la bronca de la señora osa, que debía estar a cien. De todas formas no es extraño el paripé: ya los buzos le colgaban a Franco los salmones en el anzuelo. Y a Fernando VII se las ponían ya no sé cómo, pero no hay un día en el que no lo recuerde alguien. Lo que resulta extraño es que la veneración tontorrona por el Rey se extienda de España a Rusia, como si allí tuviesen repentinamente nostalgia de los zares: bula real en el mundo entero en el nombre del sano deporte de la escopeta.
Con todo, si para algo ha servido la caza, que evidentemente ha negado la Casa Real (“el Rey nunca ha matado un oso drogado o borracho”, matizó Zarzuela), es para rescatar del anonimato al oso, del que ya sabemos ahora que “era alegre y dócil, de nombre Mitrofan”, según un alto cargo del Medio Ambiente ruso: no era un oso, era un calmante. En internet se ha puesto en marcha la iniciativa Todos somos Mitrofan y Todos somos Mitrofan 2, que debe ser el próximo chimpín que se cargue Su Majestad: que se lleve con él a Fraga. Y entre el barullo, Brigitte Bardot le ha pedido al Rey que ya tiene edad para colgar la escopeta. Nada dijo la rubia B.B. (¡lástima!) de su santa corona.

lunes, octubre 23

Territorio Champions

Ya era difícil que en este sagrado fin de semana, con inundaciones en Pontevedra, con un Real Madrid-Barcelona en el Bernabéu y con la última carrera de Alonso en el Mundial de Fórmula Uno, cosechase Anxo Quintana la foto más asombrosa de todas cuantas haya habido en el álbum de las maravillas: la foto de su abrazo a Mas y Pujol en un acto electoral de Convergencia i Unió. La foto de la izquierda nacionalista gallega dejándose pasar sonriente la mano por el lomo por la derecha catalana: la derecha santurrona, burguesa y elitista de toda la vida, que mira primero el apellido y después, sin vergüenza, los puntos del carné del inmigrante: la derecha xenófoba que se ha tirado dos décadas haciendo de la teta de Madrid su programa electoral y tirando del 3% en las comisiones de obra en territorio patrio. ¿Ha padecido Quintana y hemos padecido nosotros 16 años de la derecha de Fraga en Galicia para ir corriendo ahora a Cataluña a defender los 23 años de la derecha de Pujol? ¿Le fue tan bien al BNG aquella divertida aventura de Galeusca en las elecciones europeas, cuando se fueron a Bruselas el vasco y el catalán, y el gallego se quedó despidiéndolos en el aeropuerto? ¿Cuál es el problema de esa foto, el problema de esa sonrisa ‘quintanista’ flotando en éxtasis? No es la contradicción luminosa, sino la pureza de los actos de Quintana y el mensaje que quiere trasladar, no a Cataluña, donde ya es evidente que él es uno más del Territorio Champions que se ha montado Mas junto a Ibarretxe, sino a Galicia: precisamente donde votan a Quintana. Donde le votan, fíjate, los que votarían a Esquerra o Iniciativa en Cataluña o a Eusko Alkartasuna, Aralar o, válgame Dios, Batasuna en el País Vasco. ¿Basa ya el BNG toda su política en el nacionalismo puro y duro, de bandera, himno y nación como prioridades sagradas para llegar a la Tierra Prometida, o hay sitio, aunque apretado, para las políticas sociales, para las políticas progresistas que interesan, a veces, al ciudadano: para el acceso a la vivienda, para el aumento del salario mínimo, la solidaridad con los más desfavorecidos y (¡me lleven mil demonios!) el mestizaje y la integración del inmigrante. Si es así, si el BNG sigue siendo una formación política de izquierdas, nacionalista y laica, si hay razones poderosas que todos entendemos y todos apoyamos en su momento para que Miguel Anxo Fernández Lores, el alcalde de Pontevedra, no se preste a procesiones, peregrinas y reinitas de las fiestas, entonces se nos debería explicar, a los votantes y a los no votantes, por qué en el espectro político catalán se posiciona Quintana junto a Mas, que exigía a sus funcionarios, cuando mandaba, que les resumieran cuatro libros para decir en televisión el día 23 de abril que se los había leído. ¿Cuáles son los puntos coincidentes entre Mas, el delfín de Pujol de perfil burócrata que quiere ahora extender credibilidad bajo la guillotina de su sonrisa, y Quintana? ¿Acaso esa medida humillante que sólo resiste comparación con la de algún partido ultraderechista de España: el carné de puntos del inmigrante, donde el extranjero se ve obligado a demostrar su grado de catalanidad para acceder a las prestaciones sociales? ¿Si no se logran los puntos suficientes, se les pondrá un brazalete para que no se cuelen en los hospitales? ¿Comparte Quintana esta barbaridad fascista: [los inmigrantes] que “vengan de forma ordenada mediante la contratación en origen” y que hagan “un esfuerzo real de integración que se pueda evaluar” tendrán “alguna ventaja, no un castigo”, que dijo Mas en campaña? ¿Sostendrá alguna vez el BNG, la izquierda nacionalista gallega, al Gobierno de la derecha española en Madrid como lo sostuvo generosamente CiU y PNV? Sería bueno, sería maravilloso explicarlo.

Ana María

Lo más perturbador de toda la historia de Ana María Ríos es que aún no se la ha ido la belleza institucional de su boda. Quiere decirse que una mujer, al casarse, se impregna de una belleza muy sui generis, caducifolia, que se va muriendo despacio con las semanas, como el recogido o el maquillaje. Así le ha sorprendido la pesadilla a la muchacha: con su morena belleza gallega todavía por irse de la piel, rodeada de los vientos blancos de la boda que tuvo un día. ¡Ay el tránsito del altar, el arroz y el vals a los cargos, los jueces y el calabozo extranjero! De prepararle un cardado a las señoras bien de Arcade a querer, de repente, volar el planeta entero. Las fotografias la han desnudado estos días flaca y asustada, siempre protegida por su marido, siempre sentada en el asiento trasero de un coche clavando sus ojos grandes en los flashes de la prensa, de un lado a otro, vagando por un futuro incierto. La justicia remolonea junto a la hoguera mirando de soslayo las pruebas y en Galicia apenas ha dejado de llover, un día tras otro, a tantos kilómetros del verano infernal de Cancún, donde se tuestan los amores primerizos. Con el sol, los incendios. Con la lluvia, la pesada inocencia de Ana María poblando como pájaros oscuros los minutos del Telexornal. “Estas cosas no te las crees hasta que te pasan”, susurran los paisanos de Arcade agarrándose con fuerza al paraguas, como si al más mínimo titubeo la Justicia mexicana fuese a llevárselos para allá acusados de una conspiración universal. Ana María pisó Lavacolla con un permiso de treinta días, como los que le daban a Mario Conde para pasar las Navidades con la familia. Lo hizo de la mano de su marido y de su inocencia, que la llevaba tatuada en su lánguida belleza nupcial. Al llegar a Santiago y ver a la multitud explotó: no le hizo falta el detonador.

jueves, octubre 19

Primeros pasos en un mundo sin Borges

La Nación tituló así la historia de amistad entre ellos (Dos amigos implacables), de la que ya hay testimonio literario: Borges. Se trata de las 1.700 páginas de los diarios que Adolfo Bioy Casares escribió en relación a Borges, su amigo desde que ambos se encontraron (Bioy con 17 años, Borges con 32) una tarde de 1931. La editorial Destino puso el libro a la venta ayer. Se trata de un acontecimiento literario de primer nivel: el acercamiento definitivo a la figura del viejo genio. Días antes se espigaron en los periódicos argentinos de más renombre y en el español El País enjundiosos fragmentos de la vasta obra. Además de los cotilleos que se traían entre ellos (refiriéndose al Nobel de Juan Ramón Jiménez dice Borges: “Que vergüenza para Estocolmo..., primero da el premio a Gabriela -Mistral-, ahora a Juan Ramón. Son mejores para inventar la dinamita que para dar premios”. A Mann le considera “un idiota”. También cuenta que “qué puede saber de nada un bruto como Hegel” o que Marinero en Tierra, de Alberti es “una porquería”), lo que realmente parece tener valor, lo que quizás se vaya desprendiendo a gotas espesas de la paginación eterna, además de la poderosa intimidad de ambos escritores deambulando por las jaulas de la literatura y de la vida, es la amistad cristalina que se alimenta entre ellos con los años, que fueron décadas. De lo adelantado se impone una imagen y un sentimiento. La imagen es terrible. Cuenta Bioy: “María -Kodama- es una mujer de idiosincrasia extraña; acusaba a Borges por cualquier motivo; lo castigaba con silencios (recuérdese que estaba ciego); lo celaba (se ponía furiosa ante la devoción de los admiradores). Junto a ella vivía temiendo enojarla”. Esa estampa: la del viejo ciego y enamorado sin pruebas de saberse junto a su amada: cruel destino, horrible castigo. Y la precaución infame: no te enojes, vida. No es un silencio: es el abismo, una soledad incurable de siglos. El sentimiento es la propia muerte de Borgese n el diario de su amigo. Es un testimonio lúcido y triste, pero hermoso hasta llorar: “Decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear. Un individuo joven, con cara de pájaro, me saludó y me dijo, como excusándose: ‘Hoy es un día muy especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’, fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar".

miércoles, octubre 18

Unplugged

Con el otoño ha vuelto House, el primer fenómeno televisivo producido por Cuatro. En su gestación nos presentaba la cadena a Carlos Latre, a García Siñeriz, a Gabilondo (sobre todo a Gabilondo) como posibles motores del cambio: los Zapateros de la televisión. Naufragaron: naufragaron todos. El estertor metafórico de Gabilondo se dio hace poco, en la entrevista a Mariano Rajoy. En la primera pregunta, cayó el equipo: “¿Quién manda en el PP: usted, José María Aznar o Federico Jiménez Losantos?”. Si quiso ser House, olvidó el escenario y el oficio. Gabilondo, en su infausta pregunta, no fue más que un instrumento de sus seguidores: no se limitó a ser él mismo, sino lo que se esperaba de él. De una palada enterró las sencillas reglas de un buen anfitrión, todas ellas relacionadas con la educación, el savor faire y el saber estar. No fue una pregunta: fue una impertinencia dicha en el salón de la casa a un adversario reconocido que accede a cruzar el umbral de un hogar hostil. Tibio, Rajoy se mantuvo en su sillón: perdió la oportunidad de levantarse y dejar a Gabilondo solo en el ring que había preparado, levantando sus guantes entre el rugido del público de Maracaná. Todos ellos están ya en el cajón de Boris Izaguirre: en el cajón de la siesta, arrinconados por la audiencia. En España la ecuación es luminosa: o le das a la gente algo verdaderamente kitsch, como José Manuel Estrada, o algo verdaderamente bueno, como Quintero. Lo primero tiene el éxito garantizado: entre lo segundo se espigan sólo los elegidos. House ha sido uno de ellos. La serie responde a un mecanismo bien engrasado pero cansino. Lo que realmente mueve el interés del pueblo es su figura: la figura del doctor House. En el Unplugged se cuentan cosas interesantes, como las simbólicas similitudes con Sherlock Holmes: la pasión por resolver un caso difícil, el consumo de drogas, la presencia de Watson / Wilson y el guiño fonético House / Holmes. De hecho, en el episodio piloto emitido el martes en el que una paciente quiere morir “de una vez” House, después de intentar hacer cambiarla de opinión porque ha dado con su tratamiento, desiste: “Yo ya he resuelto el caso”. Pero una cosa llamó la atención en ese Unplugged sobre el resto: House nunca miente. La propaganda de Cuatro lo ha descrito de esta forma: brutalmente honesto. Calamaro lo había enunciado antes: Honestidad Brutal. El quid filosófico es interesante. La sociedad se ha ido modelando a través de los siglos de tal forma que decir la verdad (decir siempre la verdad) le convierte a uno en un outsider, en un tipo huraño, desagradable y a menudo despreciable. Decir la verdad es complicado: es exactamente decir lo que uno piensa. En otras palabras: no es posible sobrevivir asido a la verdad: no las veinticuatro horas. Para hacer esto tiene que estar uno en una situación privilegiada, de verdadera fuerza. House lo está. No es Holmes, es Superman: un hombre capaz de salvar las vidas que nadie más podría. Su posición de fuerza contrasta con la de los políticos, quizás la más débil: dependen de tantos factores que en su boca una verdad es una imprudencia, sino un defecto. Saltarse las convenciones no está ya a nuestro alcance, de ahí la pasión por House. Por obra y milagro de nuestra debilidad, de los esquemas preconcebidos de una sociedad ajustada a severos patrones (de belleza, de conducta) estamos obligados a suavizar nuestros juicios, a mostrarnos educados y a pensar una cosa y decir otra: enguantar nuestra personalidad, emparentándola con el resto, y reír sin muchas ganas sólo porque la situación lo aconseja. Aquí, al contrario que lo que intuía Guerra, el que se mueve sale en la foto. House se nos presenta crudo: es una radiografía de lo que somos, de lo que ocultamos.

lunes, octubre 16

Sexo

Un lujo de AS en el blog de Arcadi Espada:

La hembra de la mosca escorpión rehúsa aparearse con el macho que la corteja a menos que le traiga un regalo de boda sustancial, que suele ser un insecto muerto. Mientras la hembra se lo come, el macho copula con ella. Durante el apareamiento, el macho tiene agarrado el regalo nupcial, como si quisiera impedir que la hembra se fugase con él antes de finalizar la cópula. El macho tarda veinte minutos de cópula continuada en depositar todo el esperma en la hembra. Los machos han desarrollado la capacidad de elegir un regalo nupcial que las hembras tardan aproximadamente veinte minutos en consumir. Si el regalo es más pequeño y se consume antes de que la cópula haya terminado, la hembra expulsa al macho antes de que haya depositado todo el esperma. Si el regalo es mayor y la hembra tarda más de veinte minutos en comérselo, el macho completa la cópula y ambos se pelean por las sobras.

David M. Buss, La evolución del deseo

domingo, octubre 15

Drogas

Hace diez años Manolo Kabezabolo dio un concierto en Mougás. Había salido con un permiso del psiquiátrico. “Es un permiso muy cortito, así que voy a cantar las canciones unas detrás de otras y a toda hostia”, le dijo al público. Dicho y hecho: acabó en veinte minutos. Recordé la anécdota viendo a su amigo Albert Plá esta semana en el programa Espacio Abierto: se trata de media hora de televisión para un personaje público. Tuvo Antonio Escohotado esa media hora y se llevó a Plá y a Bebe para hablar de drogas. Escohotado es el autor de Historia General de las Drogas: un ensayo monumental. Dijo en el programa que la prohibición había sido el mayor experimento moral del siglo XX: siempre habían sido socialmente aceptadas. Y a pesar del marginación social, llamó la atención sobre una cosa: mientras el precio de las cosas varía cada año, las drogas siguen costando lo mismo que hace quince. Por lo tanto, son cada vez más baratas y están al alcance de más chavales: cuanto más jóvenes, más desinformados. Además, al estar en la ilegalidad, se manipulan con impunidad y son más peligrosas. Plá dijo en algún momento: “A veces la gente...” y Escohotado le cortó: “¿Tú te consideras parte de la gente, Albert?”. Escohotado defiende la educación, no la prohibición, que conlleva ignorancia. “No puedes conducir un coche sin aprender. Una persona debe saber consumir drogas”. En su ensayo constata la realidad: las drogas existen desde que el hombre es hombre, y siempre se han usado por lo mismo: experimentación, tristeza, alegría, pena. Bebe fumaba un pitillo tras otro y a veces sonreía. Al final Escohotado le preguntó a Plá por la mortalidad a causa de las drogas. Plá, coletilla agarrada con una goma rosa, elevó un pelín las cejas y bajó aún más la voz: “Bueno, la mortalidad se inventó antes que las drogas, ¿no?”.

miércoles, octubre 11

Yo voy con Vargas Llosa

Camilo José Cela lo ganó por insistencia y porque creía en él desde que tenía veinte años y no paraba de anunciarlo: fue la noticia más previsible del siglo XX. Es la española una especie muy testaruda, y Cela era muy español y además escribía muy bien. Ahora le leo a veces San Camilo 1936, que lo regaló el ABC hace unos domingos, y lo que en tiempos pudo ser un fresco de aquella España es hoy, cansado y perezoso, un rosario de comas muy bien puestas. Con tres o cuatro obras a la altura de sí mismo, y muchas otras haciendo las veces de vedette de su bibliografía, Cela ganó el Nobel y con Cela también lo ganó Galicia: no escribía en gallego pero a su manera también dibujaba él “a paisaxe da alma”, que dijo Rivas. Ahora que lo zarandean en alguna prensa los atentos guardianes de la ortodoxia antifranquista, fue una pena que no lo ganase Torrente Ballester: dirán que no sería un Nobel gallego, sino californiano, y sería en todo caso un buen estímulo para su retranca. A Aleixandre le pusieron un Nobel en el 77, un año antes de que naciésemos todos, y a Juan Ramón antes, en 1956. Dos días después murió su mujer y dos años más tarde él, de pena: mejor hubiera sido que le diesen el Ciudad de Torrevieja. Además de ellos, se llevaron el Nobel José Echegaray, con el siglo en pañales, y Jacinto Benavente, envidia de la época. Para hoy, además de lluvias, se espera la llegada del Nobel de Literatura: el más querido por la prensa. Suena un periodista excepcional: Kapuscinksi. Ya se dice en muchos sitios que una de las grandes literaturas se está escribiendo en los periódicos, y ya vino a Vilanova de Arousa Arcadi Espada a decir que el mejor escritor que había dado el pueblo, patria de Valle-Inclán, era Julio Camba. Hay alternativas más esotéricas, como Bob Dylan, pero ése es un latiguillo que suena todos los años, como Leonard Cohen. No duda uno de ellos, pero a la gente del oficio no le termina de parecer serio, y se ampara en la posibilidad de que por esa puerta abierta se cuelen otros vientos (qué se yo...: Malú). En la nómina de favoritos resuena un tambor eterno: Mario Vargas Llosa. Además de novelista es Vargas Llosa escritor en prensa, por lo que la familiaridad con el lector no es extraña. Es, al escribir en domingo, una familiaridad balsámica, de gente bien escrita y mejor leída. Vargas Llosa le cae a uno simpático porque es uno de esos liberales que le rompen las pelotas a los que, como uno, creen que en el fango del liberalismo se halla, subterráneo, cierto totalitarismo ideológico retratado en luminosas actitudes morales, como las que aquejan al sector ultra del PP y sus corifeos, que repite Javier Pradera, mediáticos. Pero no es éste el caso, porque Vargas Llosa es un señor atractivo (¡el primer liberal atractivo!) que defiende sus posiciones con una argumentación elegante y que además no practica el fariseísmo, un vicio muy extendido entre los de su prole. Si a eso le unimos la monumentalidad de sus obras literarias, su biografía apasionada, su legendario desencuentro con García Márquez, una equidistancia en Oriente Próximo que no le impide denunciar el violento sufrimiento palestino y, claro, su estruendosa ruptura con el castrismo, nos queda la figura fascinante de un escritor sereno y claro que da un buen perfil Nobel. Suena también Carlos Fuentes, al que entrevisté un día y me dijo que las ideas le venían cuando se afeitaba. No especificó lo qué, así que por las moscas yo hoy voy, a muerte, con Mario Vargas Llosa.

Luis Aragonés, el señor de las gambas

Seleccionar, nos explicaba didáctico Jiménez Losantos ayer desde su atronador púlpito, es escoger lo mejor. Entonces la selección española de fútbol, de la que uno ya explicó con brillantez (Made in Spain, junio 2006) que es una selección sobrevalorada por la prensa y que está, en cuanto a espíritu y títulos, al nivel de Rumanía o Chiquitistán, ha empezado a estropear la casa por el tejado: eligiendo como mascarón de proa a Luis Aragonés. A Aragonés lo puso en el cargo la prensa, que desde hace años es la que hace y deshace la selección, con grandes encuestas, enormes titulares y palabras zalameras: el Sabio de Hortaleza merecía tal honor. Luego, cuando se ganó el primer partido del Mundial a aquella potencia devastadora cargada de estrellas, íbamos a ganar el Mundial de la mano de nuestro pequeño Valdanito de Hortaleza. Ahora es la prensa la que se carga a Aragonés: es legítimo y no ve uno el problema. En el círculo vicioso de los entenadores de fútbol Luis Aragonés siempre ha representado con generosidad la imagen del técnico caprichoso, faltón, veleta e insoportable: famosas eran sus espantadas, sus bronquitas mediáticas con jugadores de relumbrón o su manoseado “y tal” que lo pone a la altura de Gil. Más tarde se le fue descubriendo además una graciosa vena racista que explotó con justicia la prensa europea. Los españoles, tan encantados de conocernos y tan hostiles con el exterior cuando éste nos amenaza (¡cómo nos juntábamos alrededor de Franco cuando las sanciones de la ONU!, ¿se acuerdan?: “si ellos tienen UNO, nosotros DOS”, dibujaba Forges), no nos queríamos enterar de que en el resto del mundo se veía a España como a una selección entrenada por el Le Pen de Hortaleza. Nos daba igual: le habíamos ganado a Ucrania y, después, en posterior proeza, le remontamos un gol a Arabia Saudí: estábamos caminito de la gloria. Ahora, hundidos en el enésimo desastre de nuestra triste historia, el pueblo empuja a Aragonés a los leones, y el alegre cascarrabias que era antes se nos muestra como una lapa canosa silabeando balbuceos. Al mismo tiempo, proliferan ya en las páginas interiores nombres que quemar rápido en la hoguera de la selección. Ojalá que a la hora de elegir (¡seleccionar!) el próximo pim-pam-pum prevalezca la educación, el saber estar, la tolerancia y el hecho de que si no le cabe por el culo al señor seleccionador el pelo de una gamba, al menos no lo airee en la prensa con malos modos.

martes, octubre 10

La noche que Umbral llegó al Café Gijón

Quizás sea ahora difícil decirlo, pero hubo un tiempo en que la mejor prosa en España era la prosa de Francisco Umbral. Fue una prosa incluso superior a la de Cela en momentos álgidos (porque a mí Cela, aun cargado con los prejuicios de su blanda ideología y lo esponjoso de sus escrúpulos, pese a lo repugnante del personaje y a la dolida carta que el presidente de su Fundación, Tomás Cavanna, me envió por un artículo firmado hace ya dos años, me parece la gran prosa de la posguerra española, por encima de Ferlosio y por encima de los otros, incluso de los muertos). Uno de esos momentos en los que Umbral relampaguea con más lustre es en un libro que había leído con desinterés a saltos hace años, y que ahora, más sensibilizado con la cosa del estilo (con la literatura, al cabo) he redescubierto con un gozo cercano al pasmo. En La noche que llegué al Café Gijón Umbral presenta con violencia una prosa sin rémora y sin el martirio de la creatividad lastrándola: una prosa de párrafos, de frases, y es una prosa que raya dulcemente la perfección. Yo cuando me hablan de Umbral / Pérez Reverte me aguanto la risa. Ha sido un descubrimiento feroz que me ha traído leyendo y releyendo esas páginas manchadas de las memorias de los sesenta, parapetadas en anécdotas magníficas o inventadas y atravesadas por el calor del legendario café. Es un libro que no he parado de recomendar en las últimas cien horas porque habla del Umbral de provincias que se asoma a Madrid y cuenta sus penalidades y sus triunfos locales, sus chicas progres (“Hay que robar, macho. Eso de comprar es un rito burgués”), sus amistades (el gallego Carlos Oroza le decía, cuando había obras en las calles de Madrid: “Mira, Umbral, ya están buscando otra vez los huesos de Machado”) y sus particulares fobias, repasando con su brutalidad de terciopelo a Baroja (“La mala escritura de Baroja llega a ser intolerable. Una señorita le dice a su cortejador: ‘Saldrían ustedes ganando dejando dirigirse por nosotras’. Esos dos gerundios seguidos y toda la estructura de la frase son como anteriores a la creación del castellano. Baroja no había accedido aún a la sintaxis cuando murió”) y Azorín (“Inventó el párrafo corto porque tenía las ideas cortas. Cómo lucha porque se le ocurran cosas. No se le ocurre nunca nada”). De Umbral, que ha escrito mucho muchísimo, y no todo bien y casi nada perfecto, como corresponde a un gran autor, siempre se ha señalado a Mortal y rosa como su gran obra, su límite definitivo. En Mortal y rosa escribe Umbral como sangra aquella muerte de su hijo (Umbral no tuvo más), y toda esa prosa deslizante y húmeda mancha a quien la toca. Nos cuenta dolores y metáforas, todo brillante y luminoso y digan ustedes que genial, pero en su crónica sentimental del Café Gijón se limita a escribir como quien tiene prisa, como un torrente de minutos, y le sale de repente un talento de diamantes, un castellano gordo de comas y metáforas y ritmo, que arrulla al lector con lecciones de literatura, juicios personales, mujeres y en definitiva un fresco delicioso y bello sobre aquel Madrid de los Pepe Hierro, Celaya, González Ruano, de los Eusebio García Luengo, de los Buero Vallejo, la tertulia de los gallegos (Adolfo Prego, Baldomero Isorna, Otero Besteiro y Luis Trabazo, que harto del respeto sagrado al filósofo dijo en mitad de la tertulia: “Un día voy a escribir yo un artículo que se va a acabar esa coña de Ortega”), Torrente Malvido, Cela y cientos de nombres repartidos por la atmósfera que crea Umbral, de los que sólo espigaré uno muy familiar: “Uxío Novoneira era un gallego grande y lento, un sancristobalón de los bosques celtas, un hombre de mirada llorosa, bigote empastado y conversación melancólica (...) Estuvo como enamorado, o encaprichado de Terele Pávez, la pequeña de las Penella (...) Le hizo un poema donde le decía: ‘Eres tan sábado...’ .

lunes, octubre 9

El amigo gay

Un restaurante madrileño ha rechazado celebrar el banquete de una boda gay por “política de empresa”. El responsable del local dice que se les admite en el restaurante (también entran las moscas), y que ya el viernes “ha estado comiendo aquí una pareja” (una pareja muy efusiva, porque fue rápidamente detectada). Sin embargo, para alejar el fantasma de la homofobia ha esgrimido este señor un argumento irrebatible: “Tenemos muchos amigos gays”. O los gays eligen muy mal a sus amigos o hay un gay en España contratado por esta gente para brindarles su amistad. En aquella manifestación “en defensa de la familia” que devolvió a España a los años 40 a la gente se le llenaba la boca hablando de sus amigos gays. La frase más repetida era “yo tengo un amigo gay, pero eso no quita para...”. Un chaval incluso presumió de compartir aula con uno: seguro que no le importaba darle la mano cuando era menester. El amigo gay ha dejado de ser amigo para convertirse en una figura literaria: un subterfugio, un escudo de los exterminadores de la convivencia y de los enemigos de la tolerancia que en el fondo conciben al gay como un enfermo: y, además, un enfermo diferente. Es, el gay, el hecho diferencial de la moral de la derecha, que luego no se priva de meterse entre sábanas con el primero que pueden. Han querido revestir los propietarios del restaurante su decisión con la sagrada libertad de criterio. Quiere decirse que pueden negar un banquete de boda gay como impedir el banquete de hombres circundados. Ellos tienen amigos de todo tipo: pueden hacer lo que quieran. También Luis Aragonés defendía su derecho a llamar “negro de mierda” a Henry porque era amigo de Etoo. La misma farsa: la misma impostura. No se fíen del que presume tener un amigo gay en lugar de un amigo a secas: excusatio non petita.

viernes, octubre 6

Salvadores todos

Los nudos de seda de la memoria histórica siguen atándose y desatándos en un sutil ejercicio que pretende desentrañar, a estas alturas de la temporada y con Ronaldo en plena recuperación física, la condición humana. Son palabras excesivas, investidas de solemnidad. En ese marco no resulta extraño el reportaje que Marcos Ordóñez, crítico de teatro de El País, publicó en la cabecera madrileña el pasado domingo. Vino a cuento de Salvador, la película dirigida por Manuel Huerga que retrata con minuciosidad la muerte de Salvador Puig Antich, el anarquista acusado del asesinato de un policía y ejecutado posteriormente por el régimen de Franco. Titula Ordóñez su artículo El otro muerto, y le pone nombre y apellidos al policía aesinado, que “apenas ha existido durante los últimos treinta años”. Ordóñez tuvo un par de encuentros con él. Era “era flaco, pequeñito, pelirrojo, con la cara sembrada de pecas” . “Me sorprendió muchísimo, en nuestro primer encuentro, que reparase en el libro que yo llevaba, Le Cinéma selon Hitchcock, la larga entrevista de Truffaut, una de mis biblias de entonces, comprada en el mercado de ocasión de Sant Antoni. Comenzamos a hablar de Hitchcock y de Truffaut (...) Truffaut era su dios. Godard también, pero sobre todo Truffaut. Yo no había visto todavía Los cuatrocientos golpes. ‘¿No la has visto? No me lo puedo creer..’ (...)”. A aquel policía del régimen de Franco lo mató Salvador Puig Antich durante un atraco. El padre de Ordóñez, policía también, le estampa el periódico en la cara: “Este hijo de puta ha matado a Paquito Anguas”. Y al ver la cara del asesino, Marcos Ordóñez lo reconoce. “Debía de ser casi verano, porque recuerdo el petardeo de una moto a través de la ventana abierta. Alguien palmotea, varios se asoman. ‘Ahí está Salva’. Entra, riendo. Todo él reía. (...) Los ojos negros, la cazadora de cuero. Parecía un loubard, el prota de una peli de Truffaut. Sí, parecía francés. Un tipo condenadamente guapo. También llevaba tejanos. Desteñidos. Yo hubiera dado cualquier cosa por una cazadora y unos tejanos como aquellos (...) Años después escuché una canción de Albert Pla: El hombre que nos roba las novias. Pensé, en el acto, en Salvador Puig Antich. El muchacho de la cazadora de cuero y la risa abierta y los ojos radiantes, bailando como si el mundo entero fuera suyo”. De Anguas cita Ordóñez el testimonio de una presa de 17 años: Marian Mateos. “La única persona que se portó bien conmigo fue un inspector joven que me daba agua y trozos de sus bocadillos y me apagaba la luz para que pudiera descansar”. Aquel inspector, escribe Francesc Escribano en Cuenta Atrás, el libro en el que está basado el guión de Salvador, “no era como los otros. Había entrado en la policía por tradición familiar, pero sus inquietudes le separaban del resto de sus colegas. Tenía 24 años y estaba a punto de casarse. Se llamaba Francisco Anguas Barragán”. El final del artículo de Ordóñez es bello, quizás gratuitamente. Éste es el penúltimo párrafo: “Pudieron haberse conocido, por el mismo azar que hizo que ambos se cruzaran, brevemente, en mi camino. Pudieron haberse entendido. Cosas más raras se veían entonces”. El epílogo llegó tres días después, con una carta al director en El País firmada por Joan Bové Meztu: “Yo también conocí a Francisco Anguas Barragán y la imagen que conservo de él es bien diferente: lo conocí la noche del 26 de septiembre de 1972 en los despachos de la comisaría central de Vía Layetana de Barcelona, de doloroso recuerdo para todos los demócratas que por allí pasaron, estando yo detenido tras una manifestación, y lo conocí ‘trabajando’, es decir, torturándome (yo de rodillas brazos en cruz, él detrás apalizándome con una toalla mojada para no dejar huellas) con especial sadismo, ¿quizá lo aprendió en el cine francés que, según Ordóñez, tanto le gustaba? No lo creo”. La verdad, la memoria: la condición humana. No hay artículo ni vida ni muerte que lo explique.

jueves, octubre 5

¿Quiere usted ser quinieurista?

La verdadera dimensión de la televisión, como de la vida, se alcanza desde la distancia de la madrugada, en pleno prime-time del insomne. Hay ofertas sugerentes, como Gasset la noche de los miércoles (pura pornografía del verbo), pero nada le llega a la altura de los talones a ese bendito programa que La Sexta ha tenido bien a programar desde sus inicios mundialistas: Juego TV. A muchos les sonará el concurso porque hace unos meses la presentadora fue despedida por trabajar con unas copas. Esta semana supe que a la chica la debieron echar por no vaciar la botella.
Uno zapeaba sin compasión por la parrilla y no pasaba por La Sexta más de cinco segundos: los suficientes para inundarse del verde Hamás que exhala la cadena de Milikito y atisbar de refilón el escote, normalmente discreto, que lucen las presentadoras (¿se animaría un poco más la muchacha ebria?). Sin embargo el miércoles hice parada y fonda en La Sexta. Había estado antes unos minutos en Localia, tratando de cazar la redifusión de las Noticias Pontevedra (desde el Mundial, vive uno enganchado al diferido: ¡vive uno en pretérito, horas después que el resto del mundo!) , pero la cadena le daba uno de sus repasos habituales al erotismo light sudamericano con el privilegiado doblaje de los actores que ya le dieron vida, en su esplendor, a Seabert, aquella foquita en peligro. El erotismo de esas películas merece una columna aparte: apuntaremos aquí sin más sus mujeres nalgonas, sus hombres rosados de mandíbulas crujientes y rebelde mata de pelo en el pecho y la música eficaz y chingona compuesta por un artista probablemente canadiense. Las mujeres, por lo que pude ver el miércoles, lucían un generoso felpudo: o la película era de otros tiempos, o su director es un genio de la contracultura.
Después de ese abrumador espectáculo, que le deja a uno inquieto removiéndose en el sofá, llegó La Sexta y su concurso en directo. Lo que ocurrió en los minutos siguientes fue un digno homenaje a la audiencia española. Una muchacha morena meneaba suavamente la melena de un lado a otro con una enorme sonrisa y animaba a la gente a llamar a un número para resolver un problema. El ganador se llevaba 500 euros. Por un lado ofrecían estas letras (NANFREOD) y por el otro éstas (LONASO). Había que ordenarlas y decir el nombre de un piloto de Fórmula Uno. La muchacha nos daba un par de pistas: era un campeón y éstas eran sus primeras y últimas letras: (F- - - - - - O A - - - - O). A partir de ahí empezaba el carrusel: “Venga, anímense... Llamen, llamen, que se llevan quinientos euros”, decía la gachí mientras mostraba, como un hueso a un perro, un triste fajillo de billetes de 50 euros que al alcalde de Ortigueira le daría la risa: un remedo inteligente a ‘Quieres ser millonario’ pero con más categoría.Pasaba el tiempo y había que llenar los minutos con audaces estratagemas. “A veeer: no es Michael Schumacher, ni Kimi Raikkonen, ni Giancarlo Fisichella, ni Pedro de la Rosa...”. Caían los segundos, los minutos, y la chica se decidió a dar una pista más: ordenó bajar un par de letras. La cosa quedó así: (F- - N - -D O A- O - - O). Una vez hecho, cayó sobre la audiencia la frase antológica de la noche: ¡de la noche de los siglos!: “Bien, ahora está un poco más fácil. Hay que reconocer que antes estaba muy difícil. Muy, muy difícil. Pero ahora ya tiene que ser más sencillo, ¿no?”. Acabó el tiempo, se cerraron las llamadas y se le dio paso a una señora de Huelva (“¿de Huelga?”, le preguntó la chica). “Fernando Alonso”, resolvió un poco ofendida la concursante. “¡Pues los quinientos euros se van a Huelga!”, anunció feliz la presentadora. Se las saben todas.

Carrascal

José María Carrascal estuvo el martes en Pontevedra para abrir el ciclo de Caixanova sobre periodismo del siglo XXI (la próxima cita, el día 23 con Rosa María Mateo). Antes de la conferencia tuvo Carrascal un encuentro con los periodistas: de colega a colegas. Dijo dos cosas muy sencillas que lo resumen en breves trazos. Empezó a trabajar en el periodismo en 1957, cuando los padres de algunos de los periodistas allí presentes no habían nacido. Y dijo reconocerse un “antiguo”. “Lo soy, lo soy”, barruntó elevando las cejas. Hubo una época en la que Carrascal no marcó un estilo: lo dictó. Eran los tiempos del telediario de autor, que una cadena potente sólo podía permitirse en horarios poco exigentes: en el caso de Carrascal, de madrugada. Echó mano el periodista de un camión de corbatas y exhibió un estilo marcado por una voz privilegiada que punteaba Carrascal con una entonación que le quedaba como un guante. Era por momentos un abuelo tranquilo y, por otros, un furioso crítico: pero un furioso con sonrisa. En la conferencia de prensa reconoció su libertad absoluta a la hora de confeccionar el telediario: dejaba para el final hasta dos piezas de Cultura, y no se molestaba en pasarle a la dirección ni siquiera la escaleta. Ya en la charla, lo presenté al público como el rostro que se presentaba solo. Apenas dije algo más, salvo que el éxito en España se mide por el número y la calidad de las imitaciones, y que allí estaba él, imitándose a cada paso. Habló sobre la jubilación, dio varios mandamientos a su audiencia, compuesta en su mayoría por jubilados. “No hay que volver nunca al lugar del trabajo: nunca. El primer día, todo son saludos efusivos. El segundo, te tienen que dejar un momento para mandar un fax. Y el tercero, están diciendo a tus espaldas: ‘aquí viene este pesado’”. Enfatizó Carrascal la importancia de mantenerse en forma. Él es un ejemplo. Se presentó enjuto, bronceado y atractivo. A una periodista le recordó, a la hora de hablar y moverse, a Arturo Fernández. Se cuida mucho: citó el refrán aprendido en Alemania (junto a Estados Unidos, los países en los que ha trabajado) que ordena desayunar como un marqués, comer como un señor y cenar como un pobre. Él se come un yogur antes de acostarse. Tiene 76 años. En la charla habló de dos clases de jubilados: los que han tenido trabajos físicos duros (“me dan la mano después de la conferencia, noto los callos de sus manos y me dicen que ésta es la mejor época de sus vidas”) y los que han tenido grandes puestos de responsabilidad (“el otro día me encontré en la panadería a a un amigo digustadísimo. ‘No aguanto más. Yo soy un general y ahora mi mujer me manda a comprar el pan’”). Hubo una época en la que compraba decenas de corbatas en una tienda de Nueva York. Ahora sólo diez o doce al año. Guarda algo más de trescientas. Muchas las regala. Un adjetivo que le viene bien es el de entrañable: no por la edad, sino por el trato. Le esperaba un avión esa noche y no pudo quedarse a cenar: fue una pena. Cuando se fue, muchos reprimimos las ganas de imitarlo. Qué hombre.

martes, octubre 3

Anita Ekberg, 75 años en la Fontana

Hay ahora en la Fontana de Trevi un numeroso grupo de paquistaníes que le regalan una rosa a la chica al llegar y le piden unos euros al chico al salir. Dejan llevarse la flor con una sonrisa, pero llevan mal una negativa a la hora del cobro: insisten con la mano abierta, a veces le agarran a uno del brazo y, finalmente, tiran de la rosa y vuelven a meterla en el manojo, visiblemente ofendidos. Como lugar de culto, la Fontana de Trevi está invadida por el turisteo y los móviles de última generación. Hace ya unos años habían detenido a una vieja acusada de apropiarse de madrugada de todas las monedas que iba dejando el visitante. Fue una lástima, porque aquello dejaba entrever la metáfora: la industrialización de la tradición romana. No es un lugar agradable de contemplar. Llegamos allí cuando caía la noche y humeaban las trattorías de los alrededores. Fue una visita de rigor, para pagar el peaje: al primer flash nos abrimos paso entre los japoneses y embocamos la cena.

En 1960 una rubia llamada Anita Ekberg tuvo la Fontana para ella sola. Se zambulló en mitad de la noche con un vestido negro que alumbraba sus dos rotundos pechos y hacía centellear su rubísima melena. Era Anita una actriz y modelo sueca. Modelo según el cánon: carnal, desbordante y salvaje. Fellini rodó alrededor de ella una película legendaria, La Dolce Vita, en la que retrata los avatares de la clase acomodada que frecuentaba la Via Veneto a través de la mirada de un plumilla de sociedad (el Jesús Mariñas de la época, con la misma diferencia que puede haber entre Marcello Mastroianni y Jesús Mariñas: era, definitivamente, otra época). El fotógrafo de celebridades se llamaba en el filme Paparazzo, palabra que en su plural dio origen a los famosos paparazzis. De la película se hicieron famosas muchas escenas, pero una sobresale por encima de todas por el exagerado erotismo que desprende: es la voluptuosa sueca empapada en la noche romana bajo las aguas de la Fontana de Trevi.

Todavía Anita Ekberge vive y todavía es joven: cumplió ayer 75 años. Conserva la imponencia y un descaro que, por su edad, bien podría confundirse con un leve declinar. Su país le dedica estos días una exposición titulada Anita de Suecia y para eso viajó la célebre actriz a su país natal: a recibir el calor, ya no tan ardoroso pero igual de conmovedor, de los suecos. Recibió un galardón del Consejo Nacional de Cultura que Anita acogió con ímpetu marbellí: “Me lo llevaré a casa y lo pondré encima del váter”. Recordó además que durante el rodaje le disparaba flechas a los fotógrafos que la seguían: “A uno le di en el culo”. Dijo que ha visto tantas veces La Dolce Vita que probablemente “vomitaría” si tuviese que hacerlo una más. Y, finalmente, se refirió a su gran escena: “Estuve allí esperando con un vestido de noche en el agua congelada: hacía un frío del carajo”. Curioso que de aquel témpano surgiese un calor universal que no remite, como el gran cine, con los años.

domingo, octubre 1

Aarón

"Muere de hambre un niño de dos años en Galicia"
Al principio el hambre es sutil, como la tristeza. Luego lo devora todo, incluida el alma, y a la muerte apenas le quedan los huesos y las moscas. Lo peor del hambre es el olor que trae y que lleva con ella. Se pudren los dientes, aparecen llagas en las encías y la boca comienza a apestar así pasen los días y las semanas. El hambre es una depurada forma de tortura y el infame pecado original con el que cargan los países ricos. En el interior seco y árido de Etiopía, alrededor de vacas flacas y de chozas de adobe, corren los niños descalzos con la cabeza pelada y una ilusión en forma de sonrisa cuando llega el hombre blanco. Pero al acercarse a ellos no te puede la ternura ni la alegría, sino el olor de sus esqueletos y la oscura peste que expulsan por su boca de dientes carcomidos. Hay zonas el mundo donde la escasez de alimentos provoca la teoría de la involución: si no se necesitan dientes, las generaciones posteriores podrían nacer ya sin ellos. Y, sin embargo, nada se le pedía allí al opulento. Las moscas ya rodeaban a varios niños, y en ciertos lugares las moscas dejan de ser insectos para convertirse en el presagio de un destino: estaban condenados. En las afueras de Zanzíbar, al paso de un coche de blancos corren alrededor decenas de niños pidiendo caramelos que se van tirando alrededor, como en una graciosa cabalgata de Reyes. Una tarde de verano hubo un gran tumulto a causa de las golosinas, y una vieja salió de su casa con un palo y recompuso el orden entre el llanto de los pequeños. El hambre de un niño no siempre es el espanto: si se coge a tiempo le espolea el ingenio y el descaro. Lo grave es el hambre del adulto, sacudido por la deshonra de la vergüenza y hundido en la desesperación de una pobreza sin fuerza y sin futuro.

El chico que nos hacía callar

Miren: yo nunca he sido un gran entusiasta de Raúl. Me pareció en su momento el jugador más determinante del mundo: un tipo que en nada destacaba pero que cambiaba el rumbo de los partidos con una facilidad exagerada. No era el mejor en nada pero era determinante en todo: un jugador imprescindible, a la altura de sus propios números, con unas cualidades invisibles que inclinaban la balanza siempre de su lado. Ha sido un jugador que ha estado rayando diez años la perfección absoluta, sin ningún bache, sin ningún reproche: un caso insólito y excepcional que lo pone a la altura de cualquier leyenda, y que injustamente Europa nunca ha reconocido del todo. Soy, además, de los que cree que un deportista de élite tiene como máximo una década de esplendor. Evidentemente, Raúl enfila el ocaso. Otro en su lugar bajaría los brazos y se quedaría colgado de una rama en el área, como Butragueño, que a los 29 años era ya una rara sombra deambulando por el campo sin más interés que ver si le salía otra vez el pito a pasear por el césped. Sin embargo, el capitán del Real Madrid luce furia, continúa desmarcándose, baja a por el balón y no ceja en un empeño imposible: ganarle la partida a la propia naturaleza. Mi idea del fútbol es otra muy distinta a la del público de Chamartín: si quiero ver carreras a ninguna parte, sacrificio, sudores y entrega física me pongo en la primera fila de la San Silvestre. Soy de los que valoran más el balón que la carrera. Y últimamente Raúl pone encima del campo, a modo de tarjeta de presentación, grandes carreras y, también, fugaces retazos de la determinación que un día tuvo, como el regate al portero del Dínamo (secuela de la célebre ‘sentada’ a Cañizares en la final de una Copa de Europa) o el desmarque antológico en el derbi madrileño. Ojalá se equivoque uno y resulte que el canto del cisne de Raúl no sea más que la prolongación estelar de una carrera tan ejemplar como su comportamiento. Nos volvería a callar, como ya calló al Nou Camp en una imagen que dio la vuelta al mundo. Pero hay doce años en la cima sobre sus piernas zambas: es probable que no se produzca el milagro. Por si acaso, Luis Aragonés ya se ha apresurado a dejarlo fuera de la convocatoria y a ofrecer su cabeza a no se sabe quién como responsable de las últimas debacles nacionales. De Aragonés, de su educación, sus supersticiones, su memez y la barriobajera imagen que va dejando de España por donde quiera que va, hablaremos largo y mal la próxima semana.