Vilatuxe, en Lalín, fue ayer la parroquia elegida para escenificar esa fatua convivencia de tradición y modernidad que reivindican los cocineros y los músicos más estupendos. Lalín es uno de esos territorios a los que tanto adeuda el realismo mágico. Hace años prometió su alcalde en un mitin hacer un censo de vacas. Yo estaba entre el público tomando notas, consciente de que en las grandes crónicas el periodista debe limitarse a puntuar con corrección aquello que el destino le pone entre las manos. La delicia poética del alcalde, con ecos del millón de vacas prometido por Manuel Rivas, conmovió al ganado: la burocracia es para todos. Ayer en Vilatuxe se celebraba a matanza do porco, ese bautismo por el que los niños de pueblo pasamos en la infancia. Se trata de un ejercicio sagrado que se reproduce con ferocidad en los rincones gallegos, y del cual dio cuenta en su último aliento el viejo blog de Arcadi Espada (“Del cerdo se aprovechan hasta los gritos, como van a demostrar los fabricantes de pistolas”). Conforme a las nuevas reglas (se acabó el cuchillo: el animal debe morir sin sufrimiento, como mueren los reos en Texas cuando la tecnología funciona) el cerdo llegó cadáver, pero la representación funcionó: 1.200 personas, un humorista, un alcalde y un comité de organización que trabajó en la obra cinco semanas. Había que abrir al cerdo en canal, despiezarlo, lavarle las tripas, elaborar los chorizos. Podría parecer una aséptica lección de Medicina, sin el condimento (¡tan exigido!) del dolor, así que en cuanto el cuchillo se hundió en la carne del puerco sus chillidos inhumanos estremecieron al público. En un hórreo, y ésto pocos lo sabían, estaba escondido un reproductor del que salían los quejidos espantosos grabados a un cerdo muerto meses antes. La tecnología llegó en auxilio de la tradición, y le brindó el calor del ambiente. La conclusión, sin embargo, es más fría: fue la matanza del cedé.
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