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miércoles, enero 16

Impre(ci)siones

De 2008 me ha sorprendido algo en lo que nadie parece haber reparado: se cumplen cuatro años ya desde 2004. En frío, es un dato impactante: 2004 fue prácticamente ayer. Ese año estuve en África, conociendo el continente y palpando el contenido, y tres meses después de volver me encontré a E. Que hayan pasado cuatro años ya es una tragedia muy poco original, pero no deja de ser una tragedia. Hace unos meses escribí de uno de los acontecimientos deportivos de los que mejor recuerdo tengo, y no por haberlo vivido en directo: la carrera de los 100 metros lisos en la Olimpiada de Seúl 1988. Y hoy he caído en la cuenta de que mi generación ya puede citar a Gil de Biedma sin miedo a considerarse ridícula o ingenua: de todo hace ya veinte años. De todo empieza a hacer ya veinte años.

2008 ha traído algo insólito: rutina. Un proyecto de rutina, más bien: me levanto a las ocho y media, dedico media hora a la contemplación exhausta de la ciudad (un espectáculo ensoñador, salvaje) y desayuno delante del ordenador para hacer un desapasionado repaso a los periódicos, al correo y a los blogs: a la vida en general. Siempre hay algún regalo inesperado que endulza el día. Álvaro de Marichalar, por ejemplo. El cabeza de lista de Unión, Progreso y Democracia por la provincia de Soria defiende el aprendizaje y uso del castellano en Galicia, País Vasco y Cataluña. Pero templa gaitas. Las lenguas minoritarias le parecen “maravillosas” y va un poco más allá: “ojalá se pudiesen estudiar en Soria”. Ya irá sabiendo Marichalar en los mítines las ganas que tienen los sorianos de aprender euskera (por no hablar de las ganas que deben de tener los vascos que los sorianos sepan también euskera).

Hace unos días crucé A Ferrería por la mañana y había como media docena de niños jugando con las palomas, vigilados dulcemente unos por sus madres y otros por sus padres: no deja de ser una paradoja la cantidad de polvos sucios que se gestan al calor de las más azucaradas conversaciones. Salía ya de la plaza cuando cruzó el paso una gaviota, un poco alejada del tumulto. Caminaba medio inclinada, torvamente: llevaba una paloma muerta colgando del pico. Allí estaba la Naturaleza, y sus implacables leyes, paseándose impune en esa templada postal de invierno tan pontevedresa, a punto de chorrear sangre. Un contraste feroz, alegre, revuelto, que no me hizo sentir incómodo pese al gritito de una joven madre: también los animales necesitan sentirse vivos.

4 comentarios:

conde-duque dijo...

Genial el párrafo de A Ferrería... Los niños, las conversaciones, las palomas y la gaviota asesina. Impresionantes impresiones.
Eso del viaje a África tienes que explicarlo más. Yo creo que daría para una novela -o al menos un relato- hemingwayiano (o como se diga). Adelante...

M. dijo...

Publiqué después un largo reportaje en el periódico, Conde.

Fue un mes entre Etiopía, Nairobi y Zanzíbar con cinco amigos: puro asueto. Muchos alcoholes y demás. Hubo días como paraísos, irrepetibles. De esos de playas lejanísimas, puestas de sol, chicas, chicos y cenas con larguísimas noches por delante. Fueron cinco o seis días, de los nueve o diez que tuve en mi vida, en los que no eché absolutamente nada de menos: eso que debe de ser la felicidad. Un estado, naturalmente, superior.

Como el reportaje es bastante malo, escrito aprisa y en sucio, no tendré inconveniente en buscarlo y colgarlo aquí. Aunque tendré que hacerlo con las fotos, que era lo que le daba empaque (y que evidentemente no eran mías).

Por cierto, luego la gaviota se dio un festín allí mismo. Fue, me dio la impresión, su particular estado superior. La felicidad absoluta, vamos.

Dinintel dijo...

Tengo un recuerdo marcado a fuego de una tarde de Domingo en que vi a una gaviota comerse viva a una paloma en el alfeizar de una de las ventanas de la Gestoría Viuda de González, en plena calle Michelena, justo enfrente de la salida trasera de la cafetería donde se están tomando unas cañas los protagonistas de tu siguiente post.

En Madrid no saben demasiado de aves marinas, así que se sorprenden mucho cuando cuento este detalle y las llamo, como Marcial, las ratas del aire...

M. dijo...

Jajajaja, las ratas del aire... ¡Fuera, fuera!