Con 17 años uno camina sin saber a dónde y con 27 uno llega a su destino sin saber cómo. El espectáculo es cuando uno llega a los 37 y todavía no ha aprendido nada. Günter Grass a los 17 se metía en las SS y a los 27 se gestaba como escritor y sembraba su joven trayectoria bajo un sólido firmamento moral que respaldaría sus anchas espaldas literarias. Ahora ha provocado un debate filosófico de primer nivel sólo superado este verano por el cabezazo de Zidane (“pudo haberse despedido como un excelente jugador pero lo hizo como un héroe”, escribía aún ayer, torero, Millás) o la candidatura de Yola Berrocal a la Alcaldía de Marbella (“¿no son corruptas, por naturaleza, un par de tetas operadas?”, pienso aturdido en el sofá). Lo de Grass se ha colocado en el segundo escalón tras el cabezazo del buen francés: al debate sobre Zidane sólo faltó Sartre, pero Sartre está muerto.
El caso es que Grass tenía un buen motivo para confesar su pecado de juventud: estaba a punto de salir un volumen de su biografía, Pelando la cebolla, y ante el revuelo la editorial tomó el rumbo correcto y adelantó su publicación una semana. Hay muchas formas de traficar con la vida de uno. La más usual es acudir al plató de la televisión a contar los polvos que te echa un guardia civil y otra es ocultar una parte sustancial de tu vida, sobre la que has cimentado tu reputación literaria y aun moral, para largarla en prensa unos días antes de publicar tus memorias: un hachazo publicitario por el que pagaría oro el mismísimo Tom Cruise.
Las voces que se han levantado en torno al alemán, que físicamente es una suerte de Sánchez Dragó cambiándole el hábito oriental por la querencia a la Mahou, han naufragado en un odio íntimo que reclama la revisión histórica de sus obras y el despojo inmediato de su Nobel. Menudencias. A los 17 años uno aún está en el crepúsculo del pantalón corto. Es la edad de obedecer a los padres o a la policía. La rebeldía llega luego, y nunca en un país sembrado de nazis y envuelto en una guerra mundial: las guerras mundiales nunca han sido un buen escenario para llevarle la contraria a nadie, al menos dentro de un mismo bando. Con 17 años Günter Grass lo que tenía que estar haciendo era pelarse la banana echándole un ojo a una de esas poderosas alemanas por las que sí estaría justificado invadir Polonia. Después, con el pecado original de sus contemporáneos a cuestas, pudo Grass pelar la manzana de la verdad en cuantas ocasiones pudo, alejando el oprobio de la vergüenza y la sarna de la culpa. Prefirió esperar: las decisiones de uno son soberanas, así como su dinero.
Que devuelva el Nobel es pedirle que devuelva su adolescencia, y revisar sus obras bajo el manto de la Santa Inquisición es tirar el tiempo: la obra de Grass sigue intacta bajo el fuego del infierno nazi, y su estatura moral no se ha reducido un centímetro, colosal y firme. La publicación de la polémica cebolla coincide además en el tiempo con la última obra de su gemelo japonés en España: Sánchez Dragó. Babelia, el suplemento literario de El País, le dio al amante universal de las letras españolas cera para tumbar a un santo: “Y como el genio no conoce barreras, el narrador incorpora sus dudas: ‘¿Soy excepcional?’ y hasta nos comunica que no descarta la posibilidad de que Sófocles escribiese Edipo rey “pensando en mí, apuntándome, mirándome a los ojos”. Va a ser por cebollazos.
El caso es que Grass tenía un buen motivo para confesar su pecado de juventud: estaba a punto de salir un volumen de su biografía, Pelando la cebolla, y ante el revuelo la editorial tomó el rumbo correcto y adelantó su publicación una semana. Hay muchas formas de traficar con la vida de uno. La más usual es acudir al plató de la televisión a contar los polvos que te echa un guardia civil y otra es ocultar una parte sustancial de tu vida, sobre la que has cimentado tu reputación literaria y aun moral, para largarla en prensa unos días antes de publicar tus memorias: un hachazo publicitario por el que pagaría oro el mismísimo Tom Cruise.
Las voces que se han levantado en torno al alemán, que físicamente es una suerte de Sánchez Dragó cambiándole el hábito oriental por la querencia a la Mahou, han naufragado en un odio íntimo que reclama la revisión histórica de sus obras y el despojo inmediato de su Nobel. Menudencias. A los 17 años uno aún está en el crepúsculo del pantalón corto. Es la edad de obedecer a los padres o a la policía. La rebeldía llega luego, y nunca en un país sembrado de nazis y envuelto en una guerra mundial: las guerras mundiales nunca han sido un buen escenario para llevarle la contraria a nadie, al menos dentro de un mismo bando. Con 17 años Günter Grass lo que tenía que estar haciendo era pelarse la banana echándole un ojo a una de esas poderosas alemanas por las que sí estaría justificado invadir Polonia. Después, con el pecado original de sus contemporáneos a cuestas, pudo Grass pelar la manzana de la verdad en cuantas ocasiones pudo, alejando el oprobio de la vergüenza y la sarna de la culpa. Prefirió esperar: las decisiones de uno son soberanas, así como su dinero.
Que devuelva el Nobel es pedirle que devuelva su adolescencia, y revisar sus obras bajo el manto de la Santa Inquisición es tirar el tiempo: la obra de Grass sigue intacta bajo el fuego del infierno nazi, y su estatura moral no se ha reducido un centímetro, colosal y firme. La publicación de la polémica cebolla coincide además en el tiempo con la última obra de su gemelo japonés en España: Sánchez Dragó. Babelia, el suplemento literario de El País, le dio al amante universal de las letras españolas cera para tumbar a un santo: “Y como el genio no conoce barreras, el narrador incorpora sus dudas: ‘¿Soy excepcional?’ y hasta nos comunica que no descarta la posibilidad de que Sófocles escribiese Edipo rey “pensando en mí, apuntándome, mirándome a los ojos”. Va a ser por cebollazos.
1 comentario:
EL GUNTER GRASS PARAGUAYO
(X Luis Agüero Wagner, comentario publicado en “La Naciòn” de Asunción, 19 de octubre de 2006 )
Gunter Grass paraguayo, Alcibiades González Delvalle, sigue guardando un sepulcral silencio sobre su siniestro pasado como policía de Stroessner, a pesar que esta gravísima acusación ya ha recorrido el mundo a través de agencias noticiosas extranjeras y se ha publicado en innumerables sitios web y periódicos locales como noticia insólita. A diferencia del escritor alemán que tuvo el coraje de confesar de motu proprio su paso por las Waffen SS durante el régimen de Adolf Hitler, su homólogo local temblando de cobardía opta por intentar esconder su deshonroso paso por la policía estronista, que lo integró como oficial por decreto 13.125 el 9 de noviembre de 1960. ¿Qué méritos hizo Alcibiades González Delvalle para ascender el 7 de septiembre de 1962 a oficial 1º de Policía por decreto 24.581, firmado por Alfredo Stroessner y Édgar L. Ynsfrán? ¿Cuántas veces aplicó la picana eléctrica? ¿A cuántos integrantes del FULNA o del Movimiento 14 de mayo apresó? ¿Cuántos "comunistas" pileteó?
Grandes misterios sin resolver, enigmas sin respuesta perdidos en la nebulosa del pasado de este privilegiado zoquetero del gobierno municipal colorado de Enrique Riera y referente periodístico de la ultraderecha tilinga: Alcibiades González Delvalle.
Olvidan sus abogadas al pretender defender a este chancho de su chiquero periodístico, cuánto dinero robado durante la dictadura a las arcas de la intendencia del ejército, a la Flomeres, IPS y el Banco Nacional de Fomento costó al pueblo paraguayo la inauguración de los medios de comunicación que le valieron su ascenso al coronel Pablo Rojas. Así como tardaron 30 años para descubrir que el país vivía bajo una dictadura, y hoy no terminan de jactarse de la lucha que la National Endowment for Democracy les financió contra la fase terminal del régimen que les proveyó los recursos para inaugurar sus medios de comunicación, no es extraño que lleven 46 años sin enterarse que el impoluto moralista de la pluma Alcibiades González Delvalle sirvió como tenebroso policía de Stroessner durante la etapa más sangrienta de la dictadura.
A mediados de este año el mundo se enteró, en revelación hecha por el mismo interesado, que el escritor alemán Gunter Grass sirvió unos meses, a los 17 años de edad, en las Waffen SS y de que ocultó por sesenta años la noticia, haciendo creer que había sido soldado en una batería antiaérea del ejército regular alemán. No sorprende en absoluto que Grass ocultara su pertenencia a una tropa de élite visceralmente identificada con el régimen nazi, de tan siniestra participación en tareas de represión política, torturas y exterminación de disidentes y judíos, aunque, como ha dicho, él no llegara a disparar un solo tiro antes de ser herido y capturado por los norteamericanos.
Pero a diferencia del ex policía de la etapa más sangrienta de la dictadura Alcibiades González Delvalle, Gunter Grass no esperó a que aquel remoto episodio de su juventud llegara a conocerse por otras fuentes, echando sombra sobre su nombre y reputación de escritor comprometido. Dentro de algunos meses, ya nadie recordará el paso del escritor alemán por las SS pero la gloria de su trilogía novelesca de Danzig, en especial "El Tambor de Hojalata", se mantendrá intacta.
No sería ecuánime que el mismo destino tuvieran quienes como el policía de la cultura decidieron escudarse, y no en el talento ni el compromiso que nunca tuvo en abundancia, sino en el posicionamiento alcanzado mediante políticos corruptos, intereses foráneos y el olvido propio de una sociedad impura.
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