8-02-01
Évenres
"Nadie debería vivir más allá de los treinta años". Esa frase se revolvió cruelmente contra su autor: Francis Scott Fitzgerald murió saboteado por el alcohol y empujado, como Gatsby, hacia el pasado. Su historia es la historia de una década, los años veinte, y la metáfora literaria más bella del último siglo: ascenso, caída y resurrección. El más lúcido escritor de la Generación Perdida, del que esta misma semana se recordaba su último y tortuoso retiro (un cementerio ínfimo rodeado de autopistas), representó una tragicomedia que él mismo se encargó de revelar, a media luz, en la decadente crónica de Suave es la noche, una novela que adoptaría rol psicoanalista si no fuera porque su autor ya se había encargado de autoflagelarse en la revista Esquire con aquella colección de artículos mortificantes en los que desvistió su mente y admitió sin ambages su descenso a los infiernos. “Ernest habla con la autoridad que le da el éxito. Yo hablo con la autoridad que me da el fracaso”, dijo en referencia a su ex admirador, ex amigo, compatriota y compañero de profesión Ernest Hemingway (al que provocó, por cierto, una crisis depresiva a raíz de esos artículos, y que posteriormente reprochó por carta el atrevimiento y la “debilidad” de Fitzgerald por publicarlos).
Polvillo en las alas de una mariposa. Así de frágil y especial era el talento de Scott según el capítulo que el propio Hemingway le dedicó en París era una fiesta. Eso fue muchos años después de que Fitzgerald muriese. Había nacido en 1896, publicó A este lado del paraíso cuando tenía 23 años, vendió cientos de cuentos a las revistas de más éxito y se convirtió, tras la publicación de Hermosos y malditos y El gran Gatsby cuando acababa de cumplir 27 años, en el mejor escritor norteamericano vivo. Encarnó la imagen del éxito, se casó con su deseada Zelda Sayre y frecuentó, porque los dólares que le entregaban por sus cuentos se lo permitían, los veranos de la exquisita Costa Azul francesa: la famosa Riviera que le inspiró Suave es la noche. Sus relatos, impregnados del magnetismo de una prosa sensitiva y rítmica, fueron construyendo mitos que pronto pasaron a convertirse en realidad: las flappers, los encuentros sociales, el alcohol, las madrugadas y sobre todo el dinero son las credenciales de los felices años 20, en los que Francis Scott Fitzgerald, escritor de éxito, y su mujer Zelda eran los símbolos más palpables y esponjosos.
La decadencia se echó encima del matrimonio en la gestación de Gatsby, la gran novela americana. La paranoia de Zelda crecía desamparada y el alcoholismo de Scott Fitzgerald era evidente. En París conoció a Hemingway, y éste describió un primer encuentro desolador, en el que Fitzgerald se paralizó con la cara blanca y perdió el habla. El autor de Adiós a las armas aprovechó su amistad con Fiztgerald para conocer editores y postularse como sustituto natural de aquel joven emergente y acomplejado que fue Fitzgerald. Lo logró, no tanto por la crueldad demostrada después con él sino por la consistencia de una prosa que cambió el paisaje de la narrativa norteamericana (ambos, deudores de Gertrude Stein, la excéntrica anfitriona parisina).
La estremecedora relación de cartas que se prodigaron Scott y Zelda en aquellos años (Cartas de amor y guerra, Mondadori) son un ejemplo de sarcasmo y lucidez, en el caso de Zelda incluso de demencia (murió calcinada en un internado psiquiátrico: antes, durante una visita de su marido, se fue desnudando jugando al tenis con su profesor sin ser consciente de lo que hacía). “Te estabas volviendo loca y lo llamabas genio, yo me estaba arruinando y lo llamaba lo primero que se me viniera a la cabeza”, le reprochaba él. “Y creo que cualquiera lo bastante distanciado de nosotros mismos adivinaba tu egoísmo casi megalomaníaco y mi demencial entrega a la bebida. Hacia el final ya nada importaba mucho. Lo más cerca que he estado alguna vez de dejarte fue cuando me dijiste que creías que era marica, en la rue Palatine, aunque lo que dijeras ya sólo me producía una especie de compasión distante por ti. A pesar de tu capacidad de observación superior y de tu inteligencia más firme, yo tengo la facultad de adivinar sin datos, incluso con cierto asombro, por qué y de dónde llegó el atajo mental. Ojalá Hermosos y malditos hubiera sido un libro escrito con madurez porque era real. Nos destrozamos nosotros mismos. Sinceramente, nunca he creído que nos destrozáramos el uno al otro”, escribe Fitzgerald a su esposa.
“Para cuando llegamos a la Riviera había contraído tal complejo de inferioridad que si no estaba borracho no me aguantaba a mí mismo. Pero también allí trabajé, y la insólita combinación me destrozó los pulmones”, escribe. “Tú te habías ido ya. Apenas te recuerdo aquel verano. Sólo eras una de las personas que me tenían antipatía o que me resultaban indiferentes”, lamenta.
Zelda no le fue a la zaga. En esas fechas ella también apuntaba con su pluma (desacertadamente trasladó su inquietud literaria a una novela de escasa relevancia y después de sus escarceos con el ballet acabó pintando en el manicomio). “Tú estabas siempre borracho. No trabajabas. De noche te llevaban a casa los taxistas, eso cuando volvías a casa. Te levantabas para la comida. No me hacías ningún caso y te quejabas de que era insensible. Te pasaste literalmente el verano borracho. Llevabas estudiantes trompas a las comidas cuando ibas a casa y te indignaba que ya no me importara...”. “Te quiero porque eres mi mujer y eso es lo único que sé”, finaliza Fitzgerald en una carta.
Y estaba la acusación de Zelda sobre su sexualidad. Fiztgerald llega a decirle en una carta que “ni siquiera puedo seguir escribiéndote porque te veo leyendo detenidamente cada línea, en un intento de encontrar algún rasgo o signo de homosexualidad”. De esa inmensa montaña de polvos llegaron los lodos, que acabaron llevándoselo todo por delante: Gatsby fue reconocida por la crítica como una obra maestra pero no tuvo la aceptación del público, que no la elevó en ventas. Fitzgerald se refugió en el alcohol y los cuentos, hábilmente pervertidos para resultar más comerciales. Se convenció de que menguaba su talento. “Toda vida es un proceso de demolición” fue la primera frase de su lúcido y patético Crack-Up. Recordó años de gloria y se sumergió en un fracaso interminable y agotador que adoptó tintes grotescos cuando Zelda fue internada por loca.
Cuando Scott llegó a Hollywood muchos de los escritores noveles y guionistas de California lo creían muerto. Para ellos era una vieja leyenda de otro siglo, otra época, y la visión de figura (había engordado, su palidez era extrema y las ojeras eran interminables) les producía respeto y curiosidad. “Llevar a Hollywood a Scott Fitzgerald es como pedir a un escultor que haga cañerías”, dijo Billy Wilder. No se equivocó. El lento tránsito del escritor a las tinieblas llevaría consigo humillaciones en fiestas sociales, fracasos en sus guiones y una sangrante pérdida de reputación de la que jamás pudo recuperarse. Acabó su vida tratando de educar a su hija Scottie, intercambiando cartas nostálgicas con su esposa, con su psiquiatra, escribiendo cuentos que no cosechaban el éxito de antaño y empezando una novela que, dicen, iba para obra maestra, pero quedo inconclusa. Inconclusa también quedó su vida.
Cuando llegó a Nueva York junto a su mujer, forrado de dinero y bañado del prestigio dorado de las letras, con apenas 24 años, abrió las ventanas del más lujoso hotel de Manhattan y tiró dinero a manos llenas. Eran los tiempos en los que Fitzgerald declaraba insultante: “Nadie debería vivir más allá de los treinta años“ y escribía sobre jóvenes y malditos, y retaba a todo el mundo: “Era una mujer bella, pero ya marchita, de unos 35 años”. Acabó su vida con una periodista de cotilleos, expuesto a escarnios que llegaban de Hemingway (años atrás le había llevado a la estatuas del Louvre a comparar el tamaño de su pene: Hemingway era duro, machista y promiscuo, Fitzgerald blando y extremadamente fiel a su esposa) como de algún otro. Murió de un ataque al corazón en 1940.
2 comentarios:
Excelente entrada.
Un descubrimiento su/tu blog...
Saludos
Me gusta mucho esta entrada, pero no estoy de acuerdo con el título: si no hubiera vivido más de treinta años no habría escrito "Suave es la noche", entre otras cosas. Y eso forma parte del legado...
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